Ya no me parece tan mal que mis vecinos sean unos cotillas
Vivir solo en una gran ciudad y morir igual, solo, no es algo que nos parezca extraño a estas alturas, pero que no encuentren tu cuerpo hasta dos años después, y, peor aún, que nadie te haya echado en falta, es algo que nos parece difícil de comprender. Será, quizá, porque vivimos en un país donde todavía tenemos mucho de porteras cotillas (¿será por eso que la parrilla televisiva está llena de programas que se nutren exclusivamente de las vidas ajenas?); un país donde quién más quien menos, está al tanto de quienes son sus vecinos, si entran o salen, si discuten (estos tabiques de hoy: la pesadilla de Javier Marías)..., donde aún se sigue hablando del tiempo en el ascensor y uno se despide al llegar a su planta, con una sonrisita que quién sabe si es por la costumbre o por el alivio de salir de esa caja de cerillas que te obliga al contacto físico. Pura convención social, en vías de desaparición en las grandes ciudades y por la cual, hasta hoy, yo sentía una cierta aversión.
Pero mi peor pesadilla, siempre, hasta leer la historia de Joey Vincent, ha sido tener unos vecinos cotillas, vecinos que aprovechan los dos pisos de obligada convivencia en la "cajita con poleas" para soltarte, sin ningún pudor, la frase sorpresa: qué-buen-tiempo-hace-hace-mucho-que-no-veo-a-ese-chico-¿tu-novio?, así, de golpe y de un tirón. Y tú, mientras intentas que no se te caigan las llaves del susto y te muerdes la lengua por no decirle y a-usted-qué-cojones-le-importa, te das cuenta, en ese mismo instante, de que tu vida sexual es la comidilla de las reuniones de comunidad a las que has dejado de ir por aburrimiento. De esos compañeros de portal he tenido muchos y, tarde o temprano, me he descubierto a mí misma planeando algún acto de venganza, como taparles la cerradura del buzón con silicona o dejar de tener cuidado en esa crucial quinta maniobra de aparcamiento en el garaje.Hoy, sin embargo, me arrepiento de esas maquinaciones y me prometo a mí misma no volver a hacerme la loca cuando esté a punto de pulsar el botón del segundo y oiga el chirrido característico de la puerta de la calle. Puede que eso me libre de una muerte lenta o, al menos, que mis familiares puedan reconocer mi cadáver.
Pero mi peor pesadilla, siempre, hasta leer la historia de Joey Vincent, ha sido tener unos vecinos cotillas, vecinos que aprovechan los dos pisos de obligada convivencia en la "cajita con poleas" para soltarte, sin ningún pudor, la frase sorpresa: qué-buen-tiempo-hace-hace-mucho-que-no-veo-a-ese-chico-¿tu-novio?, así, de golpe y de un tirón. Y tú, mientras intentas que no se te caigan las llaves del susto y te muerdes la lengua por no decirle y a-usted-qué-cojones-le-importa, te das cuenta, en ese mismo instante, de que tu vida sexual es la comidilla de las reuniones de comunidad a las que has dejado de ir por aburrimiento. De esos compañeros de portal he tenido muchos y, tarde o temprano, me he descubierto a mí misma planeando algún acto de venganza, como taparles la cerradura del buzón con silicona o dejar de tener cuidado en esa crucial quinta maniobra de aparcamiento en el garaje.Hoy, sin embargo, me arrepiento de esas maquinaciones y me prometo a mí misma no volver a hacerme la loca cuando esté a punto de pulsar el botón del segundo y oiga el chirrido característico de la puerta de la calle. Puede que eso me libre de una muerte lenta o, al menos, que mis familiares puedan reconocer mi cadáver.
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4 Commentarios:
Siempre me ha hecho mucha gracia comprobar que anécdotas e historias que uno cree totalmente particulares e individuales en realidad le suceden a casi todo el mundo. Así que no me resisto a probar: ¿alguien más tiene una vecina que cree que los demás vecinos la espiamos y que cuando bajas por la escalera sale de su casa como por sorpresa para obsequiarte con extraños objetos como recuerdos de boda antiguos o plátanos de peluche?
Menos mal que a mí no me han tocado unos vecinos cotillas nunca o casi nunca, lo máximo que me ha tocado fue en Ginebra un Francés y su mujer Sudamericana que me vinieron a vender un disco en el balcon (era balcon compartido) se lo compré aunque a mí no me sentó muy bien que me viniesen a vender, pero después hicimos una amistad bastante buena. En Londrés ya era inevitable viviamos 6 en una misma casa, saliamos juntos, yo tenía 19 años ( a los 22 años las hormonas ya revolotean bastante como para no hacerlo a los 19) los cotilleos eran inevitables y las borracheras...jeje
saludos.
Los vecinos son una especie al margen de todo. Hacen las cosas más sorprendentes e inesperadas. (Aunque supongo que eso mismo dirán de mí los del primero, el segundo, el tercero...)
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